
Por qué ser masón, el llamado del Nilo interior
Ser masón es responder a una llamada que no se oye con los oídos, sino que resuena en lo más profundo del Ka —ese doble eterno que habita en cada uno—. Es el despertar de una memoria ancestral que trasciende las edades, un eco del Zep Tepi, el Tiempo Primero en el que los dioses caminaban entre los hombres. La verdadera Iniciación no fue inventada; fue revelada en las escuelas de misterios de Heliópolis y Menfis, y su vigencia es tan eterna como el ciclo de crecida y renacimiento del Nilo. No pertenece a una época, sino al latir mismo del universo.
Esta vía no se recorre para acumular títulos, sino para construir una existencia nueva alrededor de una conciencia expandida —como el loto que abre sus pétalos al amanecer—. El trabajo del masón consiste en tallar su carácter con las herramientas sagradas: el cincel de la voluntad, la escuadra del equilibrio y el compás que delimita lo esencial de lo ilusorio. Poco a poco, los pilares de su vida se vuelven más flexibles y a la vez más sólidos, arraigados no en dogmas, sino en la experiencia directa de lo sagrado.
El masón genuino es aquel que ha bebido de las fuentes del Nilo de la sabiduría. No se conforma con lo superficial; desciende a la cámara subterránea de su propio ser para descomponer cada pensamiento, cada influencia, cada máscara, hasta alcanzar la Idea Primordial —la Palabra Perdida que dio origen a la vida—. Es un viaje de regreso al principio, guiado por la estrella Sothis, que brilla en la noche del alma como promesa de renacimiento.
Quien emprende este camino accede a una comprensión que trasciende lo intelectual. No se trata de saber más, sino de ser más. Es el paso del hombre sometido al hombre libre, del individuo fragmentado al ser integrado que ha reconstruido su templo interior según las proporciones armónicas de la creación. Esta transformación no es abstracta: se manifiesta en una presencia serena, en una mirada que reconoce lo divino en lo humano y lo eterno en lo transitorio.
La Iniciación masónica es, en esencia, un proceso de osirificación. Así como Osiris fue desmembrado y luego reconstituido, el iniciado deja atrás su antigua identidad limitada para renacer como un ser iluminado por la Luz de la Corona Atef —símbolo de la soberanía espiritual—. Su vida ya no se guía por impulsos egocéntricos, sino por la armonía con Maat, el orden cósmico que todo lo sostiene.
En este estado de conciencia elevada, el masón se convierte en un punto de unión entre el cielo y la tierra. Es un sacerdote sin templo visible, un alquimista sin laboratorio material, porque su obra se realiza en el silencio de su corazón y en la autenticidad de sus actos. Su simple presencia irradia una quietud que refleja la eternidad.
Por eso, ser masón no es un hobby ni una afiliación: es una vocación del alma. Es la respuesta consciente a un llamado que ha esperado siglos en el umbral del ser.